Después de intentarlo en vano durante varios años el preso pudo, por fin, disfrutar de un día de permiso penitenciario. Tuvo que hacer infinitos trámites y esforzarse al máximo teniendo una conducta ejemplar con los guardias y también con los otros presos. No participó en peleas, decía “gracias” y “perdón” constantemente y ayudaba a los presos novatos a adaptarse. Si no fuera por el traje anaranjado, cualquiera podría pensar que es un ciudadano corriente y ejemplar que ingresó como voluntario para ayudar a una parte de la sociedad que había perdido la fe en sí misma. Cuando despertó la mañana del permiso reflexionó sobre sus largos años de encierro. Nadie fue a visitarle nunca, ni siquiera su mujer, tampoco su hija, de la que sólo recordaba su rostro lleno de felicidad cuando ella era tan sólo un bebé.

Los guardias abrieron la celda, el preso cogió una caja y se marchó escoltado. Salió al exterior y se llenó los pulmones con el frío y puro aire de la mañana. Mientras iban en el coche, los guardias no cesaban de explicarle las condiciones y prohibiciones que debía cumplir. Él escuchaba pero no apartaba la vista de los verdes campos. Cuando llegaron a la comisaría el preso entró en el aseo, abrió la caja y sacó una túnica negra de penitente. Se vistió y se marchó en silencio a la iglesia acompañado de dos policías. Una vez allí, los otros hermanos de la cofradía le miraban intrigados, pero él no habló con nadie. Esperó su turno, cogió una cruz y salió a la calle.

Los policías le vigilaban a dos metros de distancia desde la acera. Pero él no tenía pensado escapar, sólo quería verlas, sabía que a ella le gustaba mucho la semana santa, quizás para pedir perdón en nombre de él, para que pudiera redimirse por los pecados que él cometió. El preso penitente no paraba de mirar a los ojos de la gente, buscando esa mirada conocida, la única que verdaderamente recordaba. Pero no la veía.

Empezó a perder la esperanza cuando faltaban pocas calles para terminar el recorrido. Fue entonces cuando, sentada en un bordillo, vio a una niña jugando con una pelota de cera. Levantó la mirada y allí estaba ella. ¡Eran ellas! El antifaz ocultó una enorme sonrisa, pero sus ojos sí se humedecieron. Aceleró el paso para acercarse y los policías se percataron. Entonces miró a los ojos de su mujer, ella mantuvo la mirada, como recordando a un viejo amigo, sin saber muy bien por qué, pero había algo que le llamaba la atención. El penitente asintió, para decirle que era él, que había organizado todo eso para volver a verlas. Luego vio a su hija y ella le miró con curiosidad. También le mantuvo la mirada y el preso no pudo evitar acariciar con cariño la mejilla de su hija, aunque ella no comprendiera quién era él. Uno de los policías le vio de lejos y quiso acercarse al preso para pedirle que no hablase con nadie, pero su compañero le frenó. Sabía que eran su mujer y su hija, y que el preso no haría nada malo.

Cuando se iba alejando, el penitente se giró un última vez y vio que las dos le seguían mirando. Su mujer parecía haberle reconocido, pero pensó que era imposible que fuera él. Y su hija le dijo adiós desde lejos. Ése fue mayor regalo que un día de libertad.

FIN

Roberto García.

¡Únete a nuestra exclusiva sala hoy y no te pierdas nada!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

More explosive content...