El último suspiro, la nueva película de Costa-Gavras, un director legendario con más de 50 años de carrera, conocido por obras maestras como Z y por conseguir el Oscar por Desaparecido, aborda un tema recurrente en cineastas de su edad: la muerte. Como Martin Scorsese o Steven Spielberg en sus últimas obras, Gavras usa esta cinta para reflexionar sobre la vida, el legado y lo inevitable. Sin embargo, a diferencia de películas que equilibran introspección con esperanza, El último suspiro es un drama crudo, sin tregua, que sumerge al espectador en un centro de cuidados paliativos, un escenario sombrío donde la muerte es la protagonista absoluta.

La película sigue a un escritor, casi filósofo, que recuerda a un Woody Allen sin humor, enfrentándose a su propio diagnóstico terminal. Acompañado por un médico, actúa como guía en este mundo de enfermos terminales, observando casos que el doctor narra con un formato casi de serie de televisión. Estos pequeños relatos, todos trágicos, son lo más destacado, pero su similitud y tono deprimente los hacen repetitivos. La puesta en escena es sencilla, con la cámara como testigo directo, convirtiendo al espectador en un observador impotente de este entorno opresivo. El protagonista cuestiona los diagnósticos médicos, sugiriendo que pueden ser una sentencia de autosugestión que condena a los pacientes, un debate interesante que, sin embargo, no alivia el peso de la narrativa.
El principal problema de El último suspiro es su enfoque implacable. A diferencia de películas como Intocable o Por todo lo alto, que tratan enfermedades con optimismo y motivos para vivir, esta cinta no ofrece esperanza ni alivio. Es una antítesis de esas historias, más cercana a Mar adentro, pero aún más radical. Gavras parece decidido a crear un mundo depresivo, y lo logra con maestría, pero a costa de alienar al espectador.

Personalmente, no conecto con películas que usan la enfermedad terminal como único motor, especialmente cuando se regodean en la tristeza sin ofrecer un respiro. Hacer llorar es fácil; intentar hacer reír, aunque no se consiga, siempre tendrá mucho más mérito. Este drama constante me parece una trampa emocional, un recurso universal que no desafía al espectador, sino que lo abruma.
Para quienes disfrutan del cine que enfrenta problemas terrenales, El último suspiro puede ser catártica, pero no lo comparto. El cine debería ser una vía de escape o reflexión, no un recordatorio de lo peor de la vida. Para alguien con una enfermedad terminal, esta película podría ser devastadora, al no ofrecer ilusión ni esperanza, solo la certeza de la muerte. Esto la hace sentir casi ofensiva, como si el director priorizara el impacto emocional sobre cualquier mensaje constructivo. Si vas a verla, prepárate psicológicamente: es una experiencia pesada, sin luz al final del túnel.
Está bien ejecutada, pero excesivamente cruda. Gavras logra su objetivo de retratar un mundo sin esperanza, pero no aporta nada nuevo ni positivo. Si buscas un drama que sacuda, puede funcionar; si prefieres algo con un destello de optimismo, como Intocable, esta no es tu película. Respeto a quien la disfrute, pero me cuesta entender por qué el cine debe ser tan implacable cuando la vida ya se encarga de serlo.