Parte V

Condena en Libertad

Durante los 15 años de condena, el indígena apenas habría pronunciado un par de frases en la prisión. En sus primeros días en el patio de la cárcel, nadie se le acercaba, le tenían miedo. Incluso los reclusos más peligrosos. Su desconocimiento de la lengua y las normas hicieron que el indígena pasase la mayor parte del tiempo solo y bajo vigilancia constante. Los primeros días fueron más duros para los guardias que para el indígena. Él estaba desatado, buscando siempre conflictos y reclamando su sitio. Siempre se peleaba y siempre ganaba. Pero era castigado duramente cada vez que se volvía violento. Con el paso de los días fue asimilando su situación y, tras un castigo sin salir al exterior de una semana, no volvió a meterse en ninguna pelea. Si bien por resignación, o por creer que si hacía lo que le pedían le dejarían irse de allí, se podría decir que el indígena llevaba una actitud ejemplar, casi con nobleza desde entonces.

Pasadas unas semanas el indígena habló por primera vez con su compañero de celda. No entendió nada, pero le habló de su isla, de su familia y sobre cómo olía el mar los días que había tormenta. Sin embargo, su compañero de celda le ignoraba y solicitaba constantemente que le trasladasen por miedo al indígena. Cuando cambiaron al indígena a otra celda, su nuevo compañero parecía más amigable y fue el único que consiguió saber el verdadero nombre del indígena.

– Yo, Tobías. . .¿y tú?- repetía el compañero.

Cuando el indígena dijo su nombre, a su compañero le pareció casi impronunciable, pero lo repitió varias veces y sonaba algo parecido a “Adampúrua”.

Después de unos meses, su compañero quedó en libertad dejando la celda sola para el indígena. Pero durante aquellos días tuvieron una relación silenciosa, pacífica y respetuosa. No hablaban la misma lengua pero de algún modo el compañero le hizo entender que su estancia allí era pasajera, que simplemente tendría que esperar el paso de los años para volver a ser libre.

Intentaron enseñarle a leer, le intentaron civilizar, pero él solo veía conflictos constantes, veía a los guardias golpear a los prisioneros, los abusos que se hacían, la poca comida, el horario estricto, nadie era amigable allí. Incluso el cura se mostraba reacio a hablar con el indígena, guardándole quizás algo de rencor por lo que le hizo a aquel misionero.

Adampúrua llegó a habituarse al ritmo de vida de la prisión. Quedaba fascinado con las sesiones de cine que proyectaban, incluso algunas llegaba a entenderlas y hasta emocionarse. También frecuentaba el gimnasio que, viendo a los demás el uso que le daban, decidió hacer lo mismo y se convirtió en el recluso más fuerte de la prisión levantando todas las pesas que tenían. Su aspecto se volvió más intimidante aún. Asistía también a las charlas de terapia de grupo, donde observaba a algunos cómo rompían a llorar. Y él también lloraba comprendiendo de alguna manera que aquel no era un lugar donde vivir, no estaban allí voluntariamente. Fue así cuando comprendió que le castigaban reteniéndole allí por haber matado al misionero, que estaba rodeado de personas que habían hecho lo mismo que él. Pero casi todas se arrepentían, incluso Adampúrua que, por extraño que parezca en nuestra sociedad, no actuó con maldad, también llegó a arrepentirse de lo que hizo.

Aquel lugar representó lo que él creía que era nuestro mundo, un lugar lleno de condenados esperando el día de la libertad, lleno de violencia, hostilidad, brutalidad, desconfianza y siempre vigilados por alguien superior. Un mundo pequeño, sin derecho a ver qué había en el exterior, sin poder imaginarse cómo era la vida fuera de aquellos muros. Se hizo una percepción de lo que era la civilización y cuanto más sabía de nosotros más deseaba volver a su isla. Y así pasaron los años hasta que llegó su último día de condena.

El indígena casi interpretó que le estaban expulsando del lugar, pero para su sorpresa le acompañaron a la puerta de la cárcel. La gran mayoría mantuvieron la distancia, pero otros guardias,  que habían empatizado con él y le ayudaron en lo que pudieron durante aquellos años, le dieron un sincero abrazo. Le desearon buena suerte en la vida y se marcharon de vuelta a la cárcel.

El indígena Adampúrua permaneció inmóvil durante unos minutos en la puerta de la cárcel. Volvió a la puerta de la prisión y pidió en su lengua que le dejasen volver a entrar. Los guardias, intuyendo lo que decía, le dijeron que no podía volver, que era “libre”. Le repitieron esa palabra y Adampúrua se marchó muy lentamente intentando comprender su significado. Tras recorrer varias manzanas hasta perder de vista la prisión empezó a llover con fuerza. El indígena no sabía a dónde ir. Se acurrucó bajo un toldo en un callejón frío y oscuro pasando allí su primera noche en libertad.

FIN.

Roberto García.

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